Homar Garcés / Maestro Ambulante
Desde la sustitución del feudalismo medieval en Europa por el capitalismo liberal burgués, toda Revolución que pretenda instaurar un orden social, político y económico distinto a este, tendrá que plantearse, a su vez, una revolución de tipo cultural que permita a todas las personas un entendimiento y una compresión profunda del papel que deben asumir para alcanzar su propia emancipación y, por ende, para la construcción colectiva de un nuevo tipo de civilización. Como corolario de esta convicción revolucionaria se desarrollaría una cultura nacional de la resistencia que, como un primer objetivo, se imponga reivindicar la soberanía y la identidad cultural de cada país frente a la pretensión homogeneizadora del imperialismo gringo (en lo que corresponde a nuestra América) y, en un segundo plano, sin dejar de ser igualmente importante, haga posible un proceso continuo de desalienación, erradicando cualquier vestigio que vincule el presente con el pasado que se busca reemplazar definitivamente. La Revolución (así, con mayúscula) tiene, como efecto de la transformación estructural que impulsa, valga decirlo, el cambio de la historia. Ya no será ésta vista como la sucesión de hechos portentosos pensados y ejecutados por seres humanos, cercanos a mitos y leyendas, donde las masas populares sólo son una especie de espectadores pasivos (o carne de cañón), con poca o nula influencia en la toma de decisiones que afectará su propio destino.
Esto no es factible, según la opinión común de aquellos que mantienen una mentalidad colonizada, repetidora del pensamiento eurocentrista (ahora yanquizado), ya que la historia humana seguiría un curso lineal etapista o evolutivo que las naciones subdesarrolladas no podrían alterar de ningún modo, saltándose las etapas de desarrollo vividas por los países occidentales de Europa y Estados Unidos. Sin embargo, dos naciones mostraron al mundo que esa norma no es rígida al producirse en ellas una revolución bajo el signo del comunismo: Rusia y China (justamente quienes se enfrentan en la actualidad a la hegemonía ejercida por el imperialismo gringo). Otros dos importantes ejemplos que rompieron con dicha norma, o concepción, de la Revolución Socialista fueron Vietnam y Cuba, venciendo en lucha desigual y prolongada al poderío estadounidense. De ahí que sea preciso plantearse el estudio de la historia desde la perspectiva marxiana: las masas, las clases subalternas, son el sujeto de la historia al hallarse combatiendo en cada época por su total liberación.
En nuestra América es evidente el agotamiento que sufren las instituciones políticas de la democracia representativa. Algo que se constata en la historia común de nuestros países durante las tres últimas décadas del siglo pasado y las dos primeras décadas del siglo presente. Basta repasar las situaciones emblemáticas que atravesaron Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador, Perú y Venezuela, con gobiernos que rompieron, en alguna medida, con el molde electoral-partidista tradicional, tan a gusto de los sectores oligárquicos dominantes y de Estados Unidos. El dominio y el consenso (logrados a través de la educación, la religión, las costumbres, las leyes y la represión) se resquebrajaron ante el descontento creciente de los sectores populares; aguijoneados por los efectos devastadores de la economía capitalista neoliberal. A excepción de Perú, con Alberto Fujimori de presidente, en estas naciones se comenzó a perfilar cambios significativos que supusieron la puesta en marcha de una revolución en términos políticos, sociales, culturales y económicos que provocó la reacción de quienes vieron en peligro su hegemonía. Se comenzó a cambiar la historia aunque faltaría por completar la tarea revolucionaria: la transformación estructural, y no únicamente nominal, del Estado liberal-burgués y, junto con ésta, de todos los órdenes existentes. Esto no significa que las relaciones entre Estado y los distintos factores de la sociedad se hayan modificado sustancialmente, de otro modo no hubiera tanta resistencia al cambio entre aquellos que usufructuan el poder desde las mismas estructuras del Estado (municipales, regionales y nacionales) y, por supuesto, entre quienes temen su desplazamiento total de la cúspide económica y social.
En el fondo, se trata de un conflicto entre la democracia real (asumida por el pueblo en general) y la democracia formal (refrendada por los partidos políticos, la Constitución y las leyes) que, como efecto de su resolución, producirá -en cualquier sentido- un cambio de la historia. Este cambio, sin embargo, no es algo mecánico ni se decreta sin que exista la convicción -forzada o no- de que es inevitable o necesario. En este contexto, la disminución de los derechos colectivos ante la burocracia estatal y privada, la falta de credibilidad en la dirigencia político-partidista (corrupta e ineficiente, además), el deterioro de la soberanía nacional ante el poder económico de las empresas multinacionales, y la vulneración impune de los derechos humanos por parte de diferentes organizaciones parapoliciales y paramilitares, hacen que los resultados de dicho conflicto sean más complejos. La ambigüedad que pudiera abarcar tales resultados (incluyendo la factibilidad de una Revolución, con mayúscula) no excluye que todavía no se luche por la garantía de la heterogeneidad y el pluralismo sociales como bases fundamentales de un nuevo y más avanzado tipo de democracia.
Así, cualquier proyecto de transformación política, económica, social y cultural debe valorizar a las personas como sujetos de la historia, de una historia en construcción de la cual posean plena conciencia y donde se manifieste, o comience a concretarse, la concepción de un autogobierno, entre otros objetivos, que les asegure el ejercicio pleno de una democracia más real y sustantiva, así como su influencia decisiva en la conducción de la economía; regulándola racionalmente en lugar de dejar que los intereses de los representantes del capital la manejen a su antojo. Una Revolución implica crear (y así se debe creer) las condiciones objetivas y subjetivas que hagan factible transformar, de raíz, la naturaleza burgués-liberal del Estado y el régimen de producción capitalista que lo acompaña; lo que marcará un verdadero cambio de la historia humana.
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