Definitivamente los venezolanos nos caracterizamos por el buen humor, la chanza y las rumbas. Somos naturalmente alegres pero ya no felices. Bailamos y reímos muchas veces por no llorar. Ese punto lo ha entendido la ciencia política de los últimos tiempos y sobre todo en estos pretéritos diez años, donde entre templetes, cantores y alharacas de luces led, discurre la efervescencia de placeres e ilusiones que ya no se tienen, marcadas por las opulencias de pocos y la miseria de muchos. Así vamos en este calvario de historias de un país que no se resigna a morir, pero que en esa ambivalencia del miedo y la obediencia de aduladores, transitamos los desiertos de riquezas aparentes, venidas a menos en el albor de las esperanzas y mentiras de un sistema político que ya no tiene más armas que las del olvido y estas fiestas. Un sistema al que la educación y la superación de los jóvenes pareciera una rumba más, como escondiendo el fracaso detrás de una borrachera y luego no saber más nada. Donde las instituciones educativas se caen a pedazos por el abandono, con maestros mal remunerados o mejor dicho, sin remuneración ni apoyo. También hay que decir, que en muchos casos, su preparación docente no es la mejor; bajos niveles de andragogia y pedagogía. Viéndolo así, habría que ver que diría el gran maestro Simon Rodríguez, o más cercano aún Paulo Freire; ya no con su Pedagogía del Oprimido, sino con la opresión a la pedagogía y el destierro a la cultura y el saber. Un sistema político que le teme a la inteligencia y ha preferido a la ignorancia y la ignominia a quienes ostenten la capacidad de pensar y criticar. Una suerte de penalización atrevida y facturada al estilo particular de que “sino cubres mis mentiras, estás contra mi”. Esta lascerante involucion de la política, ha generado un modelo irradiado a los pequeños reyesuelos regionales, quienes aparecen como adalides de la equidad y lo justo, pero de una justicia inclinada con una balanza desvencijada, en donde el “todo para mi” es la base impositiva de este impuesto general que pagamos todos, un elocuente elogio a la locura, de donde Rotterdam quedaría subsumido en una discordia de lo irreal a lo fantástico. De fiesta en fiesta se solucionan los avatares de la rutina, y diría alguien por allí; “a quien no le gusta bailar?”; triste epopeya de una historia que se quedará en las sombras de nuestros estudiantes cada día estudiando menos y llenos de penumbras; esas de la desilusión y la desidia de saber a dónde vamos, vigencia inequívoca del título de esta columna.

Rafael García González. 21/07/23

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