Homar Garcés
A través de la historia no ha habido ningún personaje que haya sido del todo justo y bueno aunque su imagen actual sea la de un santo o la de un héroe digno de emular por todos. En el pasado, los sectores populares solían exigir, generalmente, de quienes les gobiernan (especialmente en regímenes que proclaman la soberanía popular como el eje central de sus actuaciones e intereses) formas ejemplares de ser y de comportarse. Sin embargo, todo eso empezó a relativizarse y relajarse, dependiendo del momento y del tipo de dirigentes o gobernantes cuestionados y hallados culpables de cometer alguna clase de inmoralidad. En Estados Unidos, «paradigma» de la democracia mundial, por citar solo dos ejemplos, el presidente Richard Nixon tuvo que renunciar al cargo luego que se demostrara su responsabilidad al ordenar a funcionarios de seguridad espiar en las oficinas del comando nacional de campaña del Partido Demócrata, en lo que se llamó el escándalo de Watergate; mientras que al presidente Bill Clinton se le eximió de ser condenado por los tribunales que lo investigaron por mantener una relación sexual con Mónica Lewinsky. Otros casos podrían citarse, algunos vinculados con el crimen organizado, como en Colombia con el narcotráfico y el paramilitarismo durante las presidencias de Álvaro Uribe Vélez e Iván Duque Márquez. O en la vieja Italia con Silvio Berlusconi. En conjunto, la desafección y la deslegitimación de la actividad política viene aparejada por el relajamiento producido en la conducta de aquellos que acceden a las cúpulas del poder, aprovechándose de la buena fe y de las necesidades de quienes les otorgan, confiados, su voto.
Hay que entender que en cualquier latitud del planeta, el fin primordial de la política sigue siendo, sencillamente, la conquista del poder. No entenderlo así sería pecar de ingenuo, creyendo en el paraíso prometido, pero bajo parámetros terrestres. En síntesis, la conquista del poder supone la existencia de un conflicto entre bandos opuestos, ya sean organizaciones político-partidistas o clases sociales, que, normal y aparentemente, se fundamenta en el logro supremo del bien común. Aristóteles, uno de los padres de la filosofía occidental europea, al vincular la ética con la política, expresaba que “conducirse éticamente significa querer el bien por sí mismo. El bien es ciertamente deseable cuando interesa a un individuo, pero se reviste de un carácter más bello y más divino cuando interesa a un pueblo y a un Estado”. Una concepción de virtud y vida buena que se ha visto rebasada y, hasta, ridiculizada por la moral imperante en el mundo político contemporáneo, haciéndola ver como algo arcaico e innecesario; todo lo cual incide en el comportamiento observado entre gobernados y gobernantes, tocados todos por el deseo de acceder a una existencia fácil y confortable, al alcance de la mano.
Como ya lo anotáramos, la política -entendida como el arte de un buen gobierno republicano- ha sido trastocada por intereses particulares, unidos a intereses comerciales usualmente extranjeros, pero que también pueden asociarse a conglomerados internos; lo que ha hecho de la misma un trampolín seguro para alcanzar un statu de riqueza que, de otra forma, resultaría difícil de disfrutar. Por eso, la justificación de la utilización de medios moralmente dudosos en la política no solo halla espacio en la mentalidad de los gobernantes y demás dirigentes políticos sino también (y es lo más preocupante) entre sus seguidores, soñando emularlos aunque únicamente les toquen algunas migajas. Esto ocasiona la erosión del principio político de isonomía o, lo que es lo mismo, la igualdad de todos ante la ley, respecto a derechos y deberes, en lo que debiera constituir una verdadera democracia. En vez de ello, pululan los políticos que ven al resto de individuos como meros instrumentos para alcanzar y usufructuar el poder, lo que influye, de una u otra manera, en la corrupción extendida de los funcionarios.
No obstante, aún prevalece la convicción sobre el justo empleo de ese poder. Aunque no se pueda esperar una intervención divina en el curso de los acontecimientos humanos, sobre todo en los relacionados con la política. Por eso se requieren ciertas líneas de acción que permitan conjurar los riesgos que provienen de la ambición que corroe el escenario político. Como bien lo expusiera Nicolás de Maquiavelo en su época, la humildad (con el agregado de la inteligencia) no necesariamente le ganará a la soberbia por el mero hecho de que una es buena y la otra mala. Sería lo ideal. «Pero tan exigente empresa -afirmará en su más famoso libro- requiere la generación de ciudadanos virtuosos, políticamente capaces, obedientes a leyes que se dan a sí mismos, servidores del bien público, dispuestos a aprender, participando en política, cuáles son los costes de generar, conservar y desarrollar la libertad que comparten. Ciudadanos entregados a la acción y a la lucha pública por sus libertades». Esto nos obliga a entender y a comprender que la ética y la política se rigen por lógicas que se muestran contrarias entre sí, lo que hace que su estudio y su explicación tengan una complejidad aún mayor de la que pudiera inferirse, dado el sentido común predominante que es, básicamente, aquel que conviene a los intereses de las clases sociales dominantes.