Homar Garcés.
En cualquier punto de nuestro planeta, los ultraderechistas exhiben sin pudor ni complejos ideológicos un discurso plagado de elementos machistas, misóginos, supremacistas, racistas, aporofóbicos, chovinistas y homofóbicos. Ésos serían los rasgos que más saltan a la vista respecto a sus acciones y retórica. Algo que es replicado de manera irreflexiva a través de distintas conexiones del ciberespacio, incluso por mujeres jóvenes y profesionales dedicadas a la política, como ocurre en España, con las militantes de Vox, uno de los partidos masculinizados más emblemáticos de ese país; haciendo a un lado sus propios intereses de género. Lo que, a propósito, sirve para «olvidar» la serie de luchas emprendidas en el pasado por las mujeres en defensa de sus derechos políticos y civiles más elementales, tales como votar, postularse a cargos de representación popular, divorciarse, abortar, la igualdad salarial y laboral, y el acceso a la educación, entre otras conquistas no menos importantes. Además, se pretende pasar por alto que el ideario (si es que se le puede tildar así) machista y patriarcal ataca principalmente las políticas progresistas que, según su óptica sesgada y prejuiciosa, han ido feminizando y socavando la sociedad, afectando con ello, principalmente, a los hombres, ahora disminuidos en su papel preponderante secular ante el empoderamiento creciente de las mujeres y de la comunidad LGBTIQ, lo que les perjudica económica, moral y socialmente; por lo que están de acuerdo con que éstas sean recluidas en el seno del hogar, dedicadas sólo a la reproducción, a la atención de sus respectivos esposos y a la crianza de sus hijos, mientras se mantienen las restricciones legales y sociales habituales a todos aquellos que estarían sufriendo trastornos de identidad de género.
Para la derecha fascistoide, la «ideología de género», precisamente, representa lo que consideran la más grande arma de destrucción de la familia tradicional y la caída de los valores que sostienen e impulsan la cultura «cristiana» occidental, entre estos la propiedad privada. Así, el matrimonio igualitario, la igualdad de género y los derechos de las minorías, lo mismo que la exhibición pública de los movimientos feministas y LGTBIQ, serían una ofensa contra su Dios y los pilares de la Patria al propiciar que otras culturas y otros estilos de vida trastoquen las costumbres y les arrebaten sus derechos sociales y económicos. El éxito de esta prédica se explica en parte por el miedo a perder espacios y al clima de frustración social que invade a grandes segmentos de la población, afectados por la situación de desempleo, estructuralmente instalado en muchas naciones, así como por la desigualdad social, gracias a la aplicación de las medidas recetadas por el neoliberalismo capitalista desde hace más de treinta años. Sin embargo, su substrato principal es la herencia del pensamiento eurocéntrico, trasladada a múltiples naciones gracias a la conquista y la colonización llevada a efecto por las principales potencias imperialistas de Europa y que, reproducida en nuestras naciones, se mantiene todavía vigente a través de la democracia burguesa y las estructuras del Estado y del modelo civilizatorio vigentes. Por eso, la violencia verbal, la humillación y el acoso que caracterizan el comportamiento seguido por ultraderechistas, machistas, homofóbicos, xenófobos y misóginos en general habrá que rastrearlos en lo que ha sido el pasado histórico de nuestras naciones, lo cual exige un replanteamiento más profundo de sus raíces y no atribuirlo nada más que a causas sicológicas particulares; cosa que muchas veces pasan por alto quienes -ubicados desde la izquierda- quieren combatirlos con algún éxito, contribuyendo, equivocadamente, a darles vigencia.
La retórica cultural y social de la extrema derecha (más bien, neoliberal o fascistoide) está, pues, caracterizada por la combinación de ideas antiestatistas y reaccionarias que han tenido eco en varios lugares del planeta, en un segmento nada despreciable de la población, en especial, en Argentina, Brasil, Ecuador y otras naciones de nuestra América; lo que influye también en el giro radical observado en algunos de los partidos políticos socialdemócratas y de izquierda tradicionales en su esfuerzo por captar una mayor cuota de votos y marcar distancia con las organizaciones políticas que ejercieron anteriormente el poder, en especial, aquellas identificadas como nazis, fascistas o fascistoides. Todo esto en el marco de un proceso de fascistización de la democracia auspiciado desde Washington junto con sus pares de Europa que, en defensa del modelo de democracia burguesa que establecieron hace más de doscientos años, busca impedir la existencia, el desarrollo y la gestión de un verdadero poder popular, respaldado, además, por instituciones afines que protejan los recursos naturales del país. En ella se manifiesta también la aporofobia que, según la definió la filósofa española Adela Cortina Orts, quien además acuñara el término, es el odio o el rechazo a los pobres, por considerar que no aportan nada económicamente o no tienen la suficiente capacidad de hacerlo por su cuenta, superando su condición actual. Es, por tanto, una legitimación de la violencia hacia una clase social, aún cuando se intente negar su existencia y acciones, como ocurre en Europa, Estados Unidos y ya en varias naciones al sur de nuestra América; lo que requiere emprender una constante obra educativa e institucional, efectiva por demás, que minimice y erradique sus efectos masivos.
La moderación de las pasiones (o de los fanatismos políticos) es, o debería, constituir uno de los rasgos distintivos de la democracia, así sea la democracia burguesa. Sin embargo, esto no es compartido generalmente por aquellos que, ubicados en la cima de la pirámide del poder, se niegan a reconocer la condición humana y los derechos de los sectores subalternizados, aún cuando éstos se hallen plasmados en leyes y formen parte reiterada de sus prédicas políticas e, incluso, religiosas. En vez de ello, hacen alarde de sus pasiones bestiales y elementales, manifestando la convicción de saberse por encima del resto de la sociedad, validos de su color de piel, de su posición económica, de sus relaciones políticas y de sus reconocimientos académicos; lo que desnuda su esencia reaccionaria y antidemocrática. Los movimientos que se constituyan para resistirse a su expansión e influencia no pueden ser de una resistencia espontánea y esporádica. Al contrario. Se hace preciso superar la oposición entre la democracia (entendida como autoinstitución democrática de lo social) y el Estado político (o formalismo del Estado moderno). Con dicho propósito, dos cosas deben conjugarse para lograr concretar realmente un modelo civilizatorio de nuevo tipo: Por una parte, la lucha política y, por la otra, la lucha económica; esto significa que debe emprenderse la auto-conducción de las masas y la gestión directa del proceso productivo, a cargo de los trabajadores, asumiendo estos la condición de productores colectivos. Ambas tendrán que originar en cada individuo una transformación sustancial de su subjetividad, de manera que siempre exista la posibilidad de ejercer una clase de democracia de mayor amplitud y de participación, sin que el burocratismo presente en el Estado y las organizaciones con fines político-electorales la coarte y desvíe de sus objetivos fundamentales en función de los intereses de una minoría dirigente, sea cual sea su nomenclatura. La visión deformada y deformante de la realidad que pretende imponer la derecha fascistoide no puede contrarrestarse nada más apelando a palabras o a una legislación circunstancial que traten de atajar su expansión entre mucha gente resentida. Hace falta que haya una mayor ética y una mayor efectividad en la construcción de un mejor tipo de democracia, sin tanta retórica repetitiva y vacía; la cual debiera sustentarse en la conducta protagónica, igualitaria y ciudadana de quienes participan en ella y no en dirigentes y grupos partidarios sectarios. –
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